Hoy, a primera hora de la mañana, ha empezado a llover. A cántaros, casi con desesperación. Esa típica tormenta de verano que tal como viene y descarga con furia se marcha con sigilo.
Saliendo del metro he topado con una aglomeración: los ciudadanos, incautos y con el chip del verano todavía metido en sus cabezas observaban con sorpresa la densa cortina de agua, murmurando entre ellos con ese deje de sueño que empalaga las lenguas y reseca las bocas.
Como un señor, me abrí paso cual Moisés en el Mar Rojo y abrí mi paraguas. Porque siempre llevo uno, y no es por ser previsor sino porque mi mochila tiene un pequeño bolsillo lateral en el que un día de febrero metí el cachivache de marras y ahí se quedó.
Así pues subí las escaleras que me llevaban a la calle. Las gotas golpeaban la tela del paraguas mientras notaba las miradas de envidia de la gente, que no osaba mojarse por vete a saber que estúpida manía.
Media hora después dejó de llover. Me asomé a la ventana y vi como por la boca la boca del metro empezaba a escupir personas como si de un hormiguero se tratara.
Larga vida a los bolsillos laterales de las mochilas.